Autor:
ShaniShaktiAnanda
Lo
siguiente puede ser fantasía o realidad, tú decides en función de
lo que hayas sentido y vivido. Este relato está en función de lo
que ha despertado en la memoria.
A
pesar de que quieran esconderlo, Jesús el Cristo tuvo un gran amor.
Ese amor fue María de Magdala, “la Magdalena”.
Pero
ese amor no fue normal; surgió como un viento que nadie esperaba,
que se metió primero en ella y que lo inundó luego él.
Así
deben ser los amores correctos, nacer en el corazón de la amada para
luego echar raíces en el alma de Él.
Comenzó
como una pequeña enredadera que nace en el corazón, para luego
apoderarse del cuerpo, de la mente y del alma de ambos. Y esa planta, ya grande, se enredaba entre ambos y los mantenía unidos a pesar de
las situaciones e inconvenientes. Era un amor que difícilmente se
podría controlar, si bien tardó en consumarse tomando en cuenta la
pasión que había.
Pero
María Magdalena debía comprender muchas cosas para poder vivir ese
amor a plenitud, ya que su amado -Jesús el Cristo- no era un hombre
común. Su amado debía mantener su existencia en la cuerda floja
entre su terrenalidad y su divinidad.
Es
por esta dualidad integrada que lo representaba a él, que el amor
tenía tanto la pasión terrenal más fuerte que existía, como la
divinidad más sublime que nadie podía imaginar.
La
Magdalena muchas veces no sabía qué hacer con eso. El deseo del amor
humano se desbordaba en ella muchas veces; pero algunas de esas veces no
encontraba al hombre sino al dios.
Mientras
que su amado muchas veces quería ser el hombre apasionado que tenia
derecho a ser con ella, sabía que su amor teñido de divinidad
era muy fuerte para el alma de su amada.
Pero
no fueron pocas las veces que se entregaron uno al otro. Bajo el
amparo de las sombras y de la luna, se unieron en cuerpos y almas de
forma nunca vista aquí en la tierra. Era el Dios hecho Hombre
transformando a su Mujer en Diosa. Era la fuerza del mismo Dios
llenándola a ella y ella acogiendo al hombre cansado de ser Dios.
Eso
describía a la perfección la unión entre la Magdalena y el Cristo.
Porque no solo fue la unión entre María y Jesús, sino que la
fuerza de ese amor enviado desde los Cielos, hizo trascender esa
energía y hacerla singular, hacerla digna entrada al Cielo.
El
Cristo y la Magdalena se convirtieron con su amor en uno solo. Y cada
vez que estaban juntos, el Universo se ponía en orden, se salvaban
pecadores y entraban en tropel almas al Cielo.
Pero
la Magdalena debía aceptar que el Cristo tenia una misión. Una
misión que ella entendía pero que no le permitía a él convertirse
en un hombre común a su lado, como cualquier mujer necesitaría.
Mucho
tiempo le llevó a ella comprender que sus pretensiones de tener a un
hombre común a su lado eran vanas, ya que ella también estaba
llamada a dejar de ser una mujer común. El Cristo no podía ser solo
el hombre para ella; sino que ella debía convertirse en la Diosa
para él.
Ella
entendió tarde que el Cristo no podría tener a su lado a una mujer
que pretendiera seguir siendo del mundo; y muchas veces se alejaron y
volvieron.
Pero
esa unión dio fruto, que no llegó a madurar hasta luego que el
Cristo hubiera partido.
Y
entonces, en el dolor del arrepentimiento de no haber aceptado su
destino como mujer del Cristo y haber preferido ser mujer del mundo,
María Magdalena, desde su escencia, hizo un promesa a su amado:
“Amor
mio, la escencia de mi alma te seguirá todas las veces que debas
volver, y mi amor se manifestará totalmente en aquella de la que te
enamores.
Mi fuerza la invadirá como un viento que no sabrá de donde vino; y tú, amado mío, me sentirás y me amarás como si nunca nos hubiéramos separado.
Mi fuerza la invadirá como un viento que no sabrá de donde vino; y tú, amado mío, me sentirás y me amarás como si nunca nos hubiéramos separado.
A
esa mujer que albergue la escencia que tú mismo diste a mi alma, le
deberás amar y enseñar; y volverás a sufrir al verla debatirse
entre su humanidad y el amor hacia ti, el Cristo.
Te
prometo que la amarás a ella como lo hiciste conmigo en esta vida, y
posiblemente más, porque tendrás el dolor de la soledad y de la
espera sin mi.
Ella
será yo y yo seré ella, hasta el punto que recordará cosas que yo
solo sé. Para ti no habrá diferencia entre ella y yo.
Yo
intentaré quedarme para acompañarte hasta que vuelvas a marcharte,
como no lo hice en esta vida, lo me causó un dolor a muerte a mi
alma, por haberte fallado.
Pero
podré quedarme en ella mientras ella haga lo que yo no logré
hacer: aceptar tu divinidad hecha hombre y entender que si debe estar
a tu lado debe ser también la divinidad hecha mujer. Ella debe
preferirte a ti antes que al mundo, como tú prefieres al Padre antes
que al mundo.
Amado
mío, no te fallaré; mi escencia no descansará hasta que te ayude a
cumplir con tu misión y llegue a ser la fuerza que una vez
necesitaste.
Aún
llevo clavado en mis oídos cuando el la cruz le reclamabas al Padre
“porque mi fuerza me ha abandonado”, fuerza que no supe ser,
fuerza que decidí no ser.
Pero
te prometo que lo seguiré intentando por toda la eternidad.”
Y
desde entonces se ha cumplido esta promesa una y otra vez, con toda la fuerza del amor entre la
Magdalena y el Cristo pero con el mismo fracaso.
Pero
los de arriba no descansan. Y seguramente que en esta o en otra vida,
me volveré a encontrar con esa mi fuerza, con la escencia de mi
amada; y podré así terminar de cumplir con mi misión. Esto lo dice
el Cristo, no el hombre.
Solo debo esperar a un alma de mujer suficientemente pura y fuerte para
que soporte las condiciones de ese amor y logre ser la fuerza para
poder llevar las almas al Cielo.
Dios
te bendiga.
Namasté.
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